Sin daños a terceros
¡Es tan difícil ser una buena persona! Muchas personas no lo entienden, o tal vez yo lo entienda mal. Por ejemplo, ¿si estás en un autobús, cansado y sin fuerzas suficientes para mantenerte en pie, y no cedes tu asiento, eso te convierte en una mala persona? Bueno, quizás no sea el mejor ejemplo, pero creo que se entiende. Esta sensación me perseguía hasta que, en una clase, me dijeron que no vine a este mundo a ser una buena persona; he venido a cumplir mi misión, pero primero debo encontrar cuál es.
Una tonelada de peso se levantó de mis hombros como si cayera desde el cielo, como un meteorito acabando con los dinosaurios. Me dañó y me rescató al mismo tiempo. Saber que no soy malo por hacer lo que quiero o decir lo que siento es liberador, pero también me enseñó y abrió los ojos a que siempre hay consecuencias para terceros.
El daño a un tercero no siempre es intencional, pero primero estoy yo. No por egoísmo ni narcisismo, sino porque si no me cuido yo, ¿quién lo hará?
Este equilibrio entre cuidado personal y responsabilidad hacia los demás me lleva a considerar que, a veces, los daños a terceros son inevitables en la búsqueda de nuestros propios objetivos. Es como navegar por un mar tempestuoso: aunque intentemos evitar las olas que puedan afectar a otros, algunas colisiones son inevitables en el viaje hacia nuestros destinos.
La realidad es que cada elección que hacemos tiene ramificaciones, y es crucial reconocer las consecuencias potenciales. Sin embargo, también es importante recordar que buscar constantemente la aprobación de los demás y evitar cualquier tipo de conflicto puede limitar nuestra autenticidad y crecimiento personal.
La clave podría residir en una comunicación abierta y honesta. Al expresar nuestras intenciones y ser conscientes de las posibles repercusiones, podemos construir puentes en lugar de muros. Quizás, en ocasiones, ser una buena persona implica tener conversaciones difíciles, ser transparente sobre nuestras metas y reconocer que la vida está llena de matices y decisiones complicadas.
Además, no podemos pasar por alto el papel de la empatía. Entender cómo nuestras acciones afectan a los demás nos brinda la oportunidad de ajustar nuestro curso y minimizar los daños innecesarios. La empatía nos conecta con la humanidad compartida y nos recuerda que, en última instancia, estamos todos en este viaje juntos.
En mi propio camino, he aprendido que ser una buena persona no significa evitar por completo causar inconvenientes a los demás, sino ser consciente de ello y abordarlo con integridad. Tal vez, la verdadera medida de nuestra bondad radica en cómo manejamos las consecuencias de nuestras elecciones y en la disposición de aprender y crecer a partir de ellas.
En última instancia, ser una buena persona implica un viaje continuo de autoexploración y adaptación, donde la compasión y la autenticidad guían nuestros pasos.
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Reconozco que, en mi búsqueda de objetivos personales, he causado inconvenientes a otros a lo largo del camino, y aunque ello pueda sugerir que no siempre soy una buena persona, estoy comprometido con aprender y crecer a partir de esas experiencias.
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